Ampliar la mirada significa ver más allá de la superficie, de lo que se tiene enfrente. Es ver arriba y abajo, a otros lados. Y la ampliación de la mirada puede servir, entre otras cosas, para construir ciudades menos hostiles, más amigables. Una de las discusiones más importantes que hoy se dan en México tiene que ver con la integración metropolitana: la superación de la visión urbana local para alcanzar una mirada conurbada regional. Si la historia y la dinámica socioeconómica nos han puesto a varias ciudades en el mismo espacio y la misma ruta, es necesario adaptar nuestra forma de hacer política para resolver no solo los viejos problemas particulares, sino también los nuevos desafíos conjuntos: marginación, pobreza, movilidad, conectividad, desarrollo sostenible, medio ambiente, etc. Mientras en esas estamos en la América mexicana, en otras regiones, como la Europa occidental, la discusión se centra hoy en evolucionar de un modelo de ciudad inteligente (smart city) a otro de ciudad sabia (wise city). Y ese precisamente fue el tema del curso realizado en el Palacio de Miramar, en Donostia-San Sebastián, los días 27 y 28 de junio pasados, organizado por la Universidad del País Vasco, y que llevó por título Basque Cities 4.0, del cual surge una larga lista de reflexiones que, como tales, apenas son punto de partida, y de las que destaco a continuación sólo algunas.
Primero hay que apuntar que no existe una definición limitante de lo que es una ciudad inteligente y que, por lo tanto, tampoco hay un modelo único de la misma. Durante el curso se habló de varias características y conceptos que pudieran dar forma a la ciudad inteligente pero, en síntesis, se trata de una ciudad en la que se fortalece exponencialmente la comunicación entre todos sus agentes integrantes (población, empresas, asociaciones) y rectores (gobiernos, instituciones públicas) aprovechando la tecnología disponible para ello. Una ciudad inteligente puede mejorar la experiencia de vivir en ella gracias a la información recabada en todos los puntos de la misma, y a la consecuente creación y aplicación de soluciones tecnológicas que pueden ir desde aspectos tan básicos como el ruido y la contaminación hasta ámbitos más complejos como la seguridad vial y la movilidad eficiente. Pero una ciudad inteligente no es necesariamente una ciudad sabia, este nuevo concepto que se ha acuñado para ampliar la mirada y el alcance de la acción política sobre la urbe y su entorno.
Una ciudad sabia no solo debe ser inteligente, también debe ser incluyente y sostenible. Incluyente en la integración de todos los enfoques y miembros de la misma, en la toma de decisiones y en discusiones menos verticales y más transversales; pero también que incorpore la realidad y voz de quienes habitan el territorio periférico. Y sostenible con la creación de un modelo menos depredador y nocivo para la naturaleza y la sociedad basado en tres pilares: cuidado del medio ambiente, fortalecimiento de la cohesión social y mantenimiento del motor económico. Por supuesto que se dice mucho más fácil de lo que es en verdad. Encontrar el equilibrio entre los tres es, ni más ni menos, el gran desafío de nuestro tiempo. Pero se ha dicho también que una ciudad sabia es aquella que a la inteligencia suma la experiencia. Es decir, no sólo se trata de analizar, discutir, crear y aplicar soluciones a los problemas de las sociedades urbanas, sino también de medir y revisar con ojo crítico dichas soluciones para cambiarlas, corregirlas o mejorarlas.
Esta visión de ciudad sabia exige revalorar el papel de tres componentes básicos: el ciudadano, la información y la tecnología. En cuanto al primero, la reflexión más interesante del Basque Cities 4.0 es la transición que deben tener los gobiernos en su forma de ver a los pobladores de un territorio. Si de meros contribuyentes pasamos a ser usuarios de servicios, y de usuarios a ciudadanos de pleno derecho con voz y voto, de lo que ahora se trata es de considerarnos como cocreadores de las soluciones colectivas. Ya no es solo pagar impuestos, utilizar los servicios, votar y exigir. Ahora también podemos crear. Varias ciudades europeas ya lo están haciendo, por ejemplo, Mánchester y Ámsterdam, casos expuestos y revisados en el curso. Y lo están haciendo a través de los llamados laboratorios vivientes («living labs»), que son entornos reales de experimentación urbana en donde agentes económicos, gubernamentales y ciudadanos crean en conjunto innovaciones para satisfacer necesidades o superar retos específicos. Pero es importante que esa «nueva» forma de participación ciudadana activa esté debidamente orientada para evitar caer en el cortoplacismo, en la visión sesgada por la víscera o en el populismo. Una de las frases que resonó en el curso, y que nos advierte del riesgo de no aplicar adecuadamente los mecanismos de participación, es que si el museo Guggenheim y el metro de Bilbao, ambos detonantes de la renovación urbanística de la metrópoli vizcaína, se hubieran decidido por consulta popular, tal vez nunca se hubieran realizado.
En cuanto a la información, queda claro que la aplicación de herramientas para la recopilación de datos en las ciudades y el formato de gestión de datos abiertos a disposición de los ciudadanos, son piezas clave en una urbe inteligente. La creciente conectividad y la mayor disponibilidad de la tecnología permiten a los administradores de las ciudades contar con información que antes era impensable acceder por su enorme volumen. El pulso de las metrópolis se puede medir en prácticamente todos los aspectos gracias al llamado «big data»: comercio, servicios financieros, movilidad, calidad del aire, radiación solar, ruido, tráfico, delincuencia, etc. La incorporación de todos estos datos a través de los teléfonos inteligentes y sensores puede permitir a la autoridad y la sociedad una intervención más oportuna en la solución y prevención de los problemas cotidianos. Pero hay dos importantes consideraciones: uno, el respeto a la privacidad y la protección de los datos personales debe ser una condición sine qua non; y dos, lo importante no son los datos, sino el análisis de los mismos. De nada sirve tener un montón de información si no está organizada ni debidamente analizada. Es el análisis acertado el que posibilita la toma de decisiones adecuadas. Respecto a los datos personales, nunca se debe perder de vista que se trata de observar y medir tendencias colectivas, no de exhibir hábitos individuales.
Por último, la tecnología. De la misma manera que importa más el análisis que los datos mismos, es más importante el uso que se le da a la tecnología que la propia tecnología. Por ejemplo, de qué sirve, en términos de beneficio público, desplegar miles de sofisticadas videocámaras si estas terminan usándose para controlar políticamente a la población más que para prevenir delitos o atrapar delincuentes. O si al final se va a terminar violentando el derecho a la privacidad y la protección de datos personales. No se debe perder de vista que la tecnología debe estar al servicio de la comunidad y no de agentes económicos o gubernamentales. Además, es vital incorporar una diversidad de miradas en la aplicación de las tecnologías en las ciudades. Esto quiere decir someter al filtro de género, raza, cultura, religión, preferencia sexual, nivel socioeconómico, edad y discapacidad todas y cada una de las soluciones que se apliquen para evitar que la visión predominante siga siendo la de los ciudadanos hombres mayores de edad blancos cristianos heterosexuales sin ninguna discapacidad. También, una reflexión importante tiene que ver con la gradualidad con la que se debe aplicar la tecnología. Toda innovación tiene que ser producto de un proceso de discusión, análisis, educación y adaptación, ya que la imposición y la resistencia a esta pueden terminar por alejarnos de los resultados esperados. En todo esto hay grandes lecciones para los laguneros y sus autoridades.
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